jueves, 2 de junio de 2016

Catarsis

-Por supuesto. Ese servicio tan trascendental debe ser controlado minuciosamente. Nosotros nos hacemos cargo.

-De acuerdo, entonces. Por favor infórmame periódicamente del estado del mismo.

Con paso marcial y apresurada como acostumbraba a caminar, se dirigió a su puesto de trabajo a fin de trasladar la reciente conversación con el director a sus dos mejores subordinadas.

María acostumbraba a abarcar todo el trabajo que le resultaba posible. El director estaba encantado con ella, habituado a arduas aunque realistas disputas para encargar cometidos, no paraba de sorprenderse con su actitud. Sin siquiera solicitarle tareas, ya estaba dispuesta a realizarlas. Por los pasillos, en vez de querer pasar desapercibida o dar muestras patentes de agobio, siempre se acercaba a él requiriendo nuevos trabajos que ejecutar. Un pozo sin fondo era el símil más adecuado para describir su actitud.

Sabedora de las buenas cualidades de las compañeras en las que descargaba casi la totalidad del trabajo, se sentía cómoda y le hacía sentir bien que la consideraran imprescindible y competente.
Tanto Susana como Esperanza habían manifestado ya en varias ocasiones que estaban demasiado estresadas y que no podían asumir más tareas. Ir a trabajar había dejado hace tiempo de ser un desafío agradable para convertirse en una tortura. Sin embargo, ese tipo de quejas no parecían estar incorporadas en el idioma de María que hacía caso omiso a sus demandas una y otra vez.

En su casa, su comportamiento no era diferente. Siempre llegaba tarde del trabajo y cuando por fin aparecía, apenas si dirigía la palabra a su marido.  Pese a todo, él la quería, aunque no se sabe cuánto tiempo más aguantaría la olla a presión, antes de estallar.

Cierto día en la oficina, María entro al cubículo de Susana para revisar uno de tantos proyectos capitales que gestionaba. Al entrar, comprobó que allí no había nadie y finalmente se enteró que había solicitado el traslado y se había marchado para siempre. Una puñalada de gravedad recibió aquel día.

Un mes después, se levantó temprano como acostumbraba. Abrió la ventana atisbando grandes nubarrones que presagiaban peligros inminentes. No cogió el paraguas y al poco rato de salir ya estaba empapada.

Como cada mañana desde que Susana ya no estaba, fue a ver a Esperanza para que le pusiera al día de todo. Su cubículo estaba vacío. Un fuerte escalofrío invadió con ímpetu el cuerpo de María. No sabía si achacarlo a la lluvia que había calado sus huesos o al miedo de los venideros acontecimientos. No tardó en comprender que el segundo de los motivos era el acertado.

Esperanza también se había ido definitivamente. Un nudo en la garganta impedía la respiración de María, aun así quiso regresar casi corriendo a los minúsculos despachos de sus dos compañeras para verificar lo evidente. Ambos estaban vacíos, homenajeando a la soledad.

Ahora llora durante varias horas refugiada en su puesto de trabajo. Por primera vez en mucho tiempo se concede un tiempo para reflexionar. Medita lo sucedido y sale de la oficina bastante antes de lo que acostumbra. Empieza a comprender su falta absoluta de empatía todo este tiempo pasado. 

Por el pasillo se encuentra con el director, pero esta vez no se detiene ante él, haciendo un ligero saludo con la cabeza, eso es todo.

Llega a su casa, encuentra a su marido y le besa apasionadamente con lágrimas en los ojos. Acto seguido lo empotra contra la pared. Como único testigo de la escena se halla el libro de Cincuenta sombras de Grey que yace en su mesita de noche bien cachondo, sin perder detalle de los aprendizajes de su discípula.

El día siguiente amanece soleado.

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