-Por supuesto. Ese servicio tan trascendental debe ser
controlado minuciosamente. Nosotros nos hacemos cargo.
-De acuerdo, entonces. Por favor infórmame periódicamente
del estado del mismo.
Con paso marcial y apresurada como acostumbraba a caminar,
se dirigió a su puesto de trabajo a fin de trasladar la reciente conversación
con el director a sus dos mejores subordinadas.
María acostumbraba a abarcar todo el trabajo que le
resultaba posible. El director estaba encantado con ella, habituado a arduas
aunque realistas disputas para encargar cometidos, no paraba de sorprenderse
con su actitud. Sin siquiera solicitarle tareas, ya estaba dispuesta a
realizarlas. Por los pasillos, en vez de querer pasar desapercibida o dar muestras
patentes de agobio, siempre se acercaba a él requiriendo nuevos trabajos que
ejecutar. Un pozo sin fondo era el símil más adecuado para describir su actitud.
Sabedora de las buenas cualidades de las compañeras en las
que descargaba casi la totalidad del trabajo, se sentía cómoda y le hacía
sentir bien que la consideraran imprescindible y competente.
Tanto Susana como Esperanza habían manifestado ya en varias
ocasiones que estaban demasiado estresadas y que no podían asumir más tareas.
Ir a trabajar había dejado hace tiempo de ser un desafío agradable para
convertirse en una tortura. Sin embargo, ese tipo de quejas no parecían estar
incorporadas en el idioma de María que hacía caso omiso a sus demandas una y
otra vez.
En su casa, su comportamiento no era diferente. Siempre
llegaba tarde del trabajo y cuando por fin aparecía, apenas si dirigía la
palabra a su marido. Pese a todo, él la
quería, aunque no se sabe cuánto tiempo más aguantaría la olla a presión, antes
de estallar.
Cierto día en la oficina, María entro al cubículo de Susana para revisar uno de tantos proyectos
capitales que gestionaba. Al entrar, comprobó que allí no había nadie y
finalmente se enteró que había solicitado el traslado y se había marchado para
siempre. Una puñalada de gravedad
recibió aquel día.
Un mes después, se levantó temprano como acostumbraba. Abrió
la ventana atisbando grandes nubarrones que presagiaban peligros inminentes. No
cogió el paraguas y al poco rato de salir ya estaba empapada.
Como cada mañana desde que Susana ya no estaba, fue a ver a
Esperanza para que le pusiera al día de todo. Su cubículo estaba vacío. Un
fuerte escalofrío invadió con ímpetu el cuerpo de María. No sabía si achacarlo
a la lluvia que había calado sus huesos o al miedo de los venideros acontecimientos.
No tardó en comprender que el segundo de los motivos era el acertado.
Esperanza también se había ido definitivamente. Un nudo en
la garganta impedía la respiración de María, aun así quiso regresar casi
corriendo a los minúsculos despachos de sus dos compañeras para verificar lo
evidente. Ambos estaban vacíos, homenajeando a la soledad.
Ahora llora durante varias horas refugiada en su puesto de
trabajo. Por primera vez en mucho tiempo se concede un tiempo para reflexionar.
Medita lo sucedido y sale de la oficina bastante antes de lo que acostumbra. Empieza a comprender su falta absoluta de empatía todo este tiempo pasado.
Por el pasillo se encuentra con el director, pero esta vez
no se detiene ante él, haciendo un ligero saludo con la cabeza, eso es todo.
Llega a su casa, encuentra a su marido y le besa apasionadamente con lágrimas en los ojos. Acto seguido lo empotra contra la pared. Como único testigo de la escena se halla el libro de Cincuenta sombras de Grey que yace en su mesita de noche bien cachondo, sin perder detalle de los aprendizajes de su discípula.
Llega a su casa, encuentra a su marido y le besa apasionadamente con lágrimas en los ojos. Acto seguido lo empotra contra la pared. Como único testigo de la escena se halla el libro de Cincuenta sombras de Grey que yace en su mesita de noche bien cachondo, sin perder detalle de los aprendizajes de su discípula.
El día siguiente amanece soleado.
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